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sábado, 17 de enero de 2009
Historia cronópica
Soy despistada por norma general, pero el 7 de enero de 2009, mi despiste llegó a cotas mayúsculas y quedará inscrito en los anales de la humanidad como el día del “despiste supremo de Alice”.
Salí tarde y medio mareada del trabajo, ya que estar mirando fijamente una pantalla de ordenador durante más de 8 horas, sin otra compañía que la foto de mi gato, puede trastornar al más pintado. Este mareo puede explicar muchas de las cosas que sucedieron después.
El caso es que salí de la oficina y me dirigí a recoger un precioso ultraportátil que me había autorregalado, porque me había dado la gana (ya que los reyes magos, en vista de que no creo en ellos, me habían dejado a dos velas, y ya se sabe que los mejores regalos son los que uno mismo se regala). Llegué a la tienda (no diré el nombre para no hacer publicidad), sita en una calle cercana a la Gran Vía, esperé una larga cola, recogí mi portátil, y cargué con la bolsa. Menos mal que era ultraportátil, que si no… Hasta aquí todo bien.
Lo malo llegó cuando salí a la calle y me puse a pensar en qué medio de transporte coger para ir a mi casa. No sé por qué no quería entrar en el metro (“Madrid vuela”), y de repente sentí una especie de rara claustrofobia al imaginarme bajando y subiendo escaleras (con la bolsa a cuestas rozando los suelos) y metiéndome en un vagón que a saber a dónde me llevaba. Así que decidí ir en autobús, cruzando la Castellana, viendo las luces de la ciudad, ya disminuidas porque habían quitado (por fin) las luces navideñas y los horrorosos árboles de Navidad que habían instalado casi dos meses antes.
El autobús 27 que va de Embajadores a Plaza de Castilla me venía genial, siempre que después cogiera otro autobús en la susodicha plaza (el 42 o el 49), con dirección a mi barrio. Pero me entró la manía de que no quería bajar hasta Cibeles y cruzar el Paseo de Recoletos, que mejor cruzaba la calle Gran Vía, y luego la calle Alcalá, y llegaba hasta una parada que hay… en la calle Alcalá. “Pero Alice”, me digo ahora, “acabas de decir que el 27 sale de Embajadores, luego ¡no puede pasar por la calle Alcalá! Lo normal y lógico sería que pasara por el Paseo del Prado”. Pues bien, en ese momento especialmente poco lúcido que estaba sufriendo, dicha casuística ni se me ocurrió. Así que me planté en la parada, me puse a mirar los carteles de los buses que por allí recalaban, y ví: 5, 9, 15, 20, 51, 52, 53, 150… “Estooo –pensé-, no está el 27, qué raro. Bueno, no importa, me dije, cojo otro” (ya había caído en la cuenta de que me había equivocado de parada y de calle y me sentía un poco tonta), y me puse a estudiar los recorridos de cada autobús para ver cuál cogía, ya que no me apetecía mucho caminar los escasos 50 metros que me separaban de la parada buena, la del 27, un autobús kilométrico, de esos de tipo oruga con un fuelle en el centro, que suele pasar cada dos minutos.
Pues ahí me encontraba, a unos dos grados (o menos) de temperatura, con la bolsa enorme del portátil a mis pies, viendo pasar un autobús tras otro, y el mío, el número 5, que había descubierto que iba en dirección a Chamartín y pasaba por Plaza Castilla, era el que más me convenía, curiosamente no llegaba. ¿Por qué será que el autobús (y cualquier otra cosa esperada) que se espera es el último en llegar? Así que me puse a esperar, y esperar, y esperar, y mientras mi cara se iba congelando.
Por fin pasa el autobús 5, ya era hora. Subo, pico el billete, y cuando me arrellano en un asiento de esos que están solos, que no tienen a nadie al lado, para poner bien la bolsa con el portátil, caigo en la cuenta (a buenas horas, mangas verdes), de que el 5 da una vuelta kilométrica hasta llegar a plaza castilla, que tiene unas mil paradas, pero bueno, ya no había remedio, así que tendría que seguir allí.
Se dio la circunstancia de que eran las siete de la tarde, y a todo el mundo se le había ocurrido la genial idea de salir de trabajar, con lo que las calles por las que circulaba mi autobús iban saturadas de coches, (General Martínez Campos, General Moscardó, General Varela, General Yagüe…, qué manía con tanto general, aunque por otro lado muy adecuado a mi trabajo actual, en el Cuartel General de Tierra). Después de más de media hora, durante la que me entretuve leyendo el manual de mi maravilloso ultraportátil, me cansé de ir en el mismo bus todo el tiempo, y cuando iba por el último general anteriormente citado, vi en el letrerito que indica la próxima parada en el interior del bus, que era una parada común con el 126. “Ah, perfecto”, pensé, "mejor que llegar hasta Plaza Castilla, me bajo aquí mismo, cojo el 126 y llego al ladito de mi casa".
Así que toda contenta me bajo, en medio de la calle atascada, corriendo me subo al 126 que casualmente estaba parado en la parada delante del 5. Y me acomodo en un asiento individual, tan a gusto. Me bastaron dos paradas para darme cuenta de que iba ¡¡¡en sentido contrario!!!, aggghhh. Volvía hacía Nuevos Ministerios, en vez de ir hacia el Barrio del Pilar. Casi me da algo. En cuanto pude, me bajé, indignadísima conmigo misma, llamándome todos los insultos que sabía. Y me puse a esperar en la parada, con toda mi santa paciencia y la bolsaza con el dichoso portátil a mis pies. "Bien", pensé, "sólo tengo que coger el 126 en la dirección correcta, o bien el 147, el que pase primero, que me dejarán al ladito de casa".
Pasados unos cuantos helados minutos (mi aliento de vapor y mi cara helada delataban que la temperatura ya debía andar por los cero grados), pasó el 147. Me subo, junto con unas cien personas, y consigo colocarme en el pasillo, sin molestar demasiado, poniendo la bolsita de los coj… en una zona segura. En paradas sucesivas, la gente no tuvo mejor cosa que hacer que subirse a “mi” autobús. Con los consiguientes empujones y apreturas sumamente desagradables. Para más INRI, el bus olía sospechosamente a orines, cosa que me hizo sospechar que era un bus normalmente dedicado al servicio nocturno, ya que el autobusero estaba protegido con una mampara y todo. Así que aguanté durante casi media hora larga, muy larga, el recorrido en el 147 con empujones, mi cansancio de todo el día encima y el mal olor.
Cuando llegué a mi barrio, una hora y media después de salir de la tienda, y pisé la acera, casi me dieron ganas de besar el suelo, como el mismísimo Papa. Y cuando me ví en mi casita, encendí la calefacción, me descalcé y me puse las zapatillas de pirineo, creí que estaba en el paraíso. Y me sentí sumamente estúpida por la odisea pasada, habiendo podido llegar en unos escasos 40 minutos con sólo coger el metro. Pero hubiese sido demasiado fácil y sin emoción.
Lo que pasó al encender el portátil e intentar conectarme a Internet lo relataré en otra historia cronópica.
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1 comentario:
¡mal de muchos, consuelo de tontos! por lo que veo, no soy la única cronópica del planeta Tierra. ¡Vaya aventura!, ésta no se apellida wonderland.
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