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viernes, 2 de enero de 2009

Amanecer


Alba cogió la sopa de ajo con un cacillo y llenó la cazuela de barro. Se sentó en la mesa de la cocina con la cuchara de madera en una mano. Sopló para no quemarse la boca. Cuando se enfrió un poco, se tomó la sopa deprisa, como si alguien fuera a quitársela. No había acabado aún cuando oyó un gemido.

Se levantó corriendo y fue al cuarto de su madre. A la luz de la vela, la vio tendida en la cama, mirando hacia la puerta con los ojos muy abiertos.

— ¿Qué te pasa, madre?
— Nada, hija, nada…
— Te estabas quejando…
— Estoy bien, no te preocupes. Sigue cenando.

Alba volvió a la cocina para terminar su sopa. Luego fregó la cazuela y la cuchara en el barreño y lo puso a secar. Se sentó junto a la mesa de la cocina, abrió un cajón y sacó un cuaderno y un lápiz. Encendió otra vela, mojó la punta del lápiz con la lengua y empezó a escribir:

“Silvana suspiró mirando a su amado que se alejaba a lomos de un caballo blanco. No sabía si volvería a verle.”

Mordió el extremo del lápiz mientras miraba la vela. Otro gemido le sacó de sus pensamientos.

—Madre, ¿estás bien?
—Ay, hija, no me puedo dormir, siéntate un poco a mi lado.

Alba se sentó en el borde del colchón de lana, observando a su madre. Miró sus cabellos grises, sus arrugas alrededor de la boca, el temblor de sus manos. A su madre le temblaban las manos como si sufriese un terremoto constante. No podía agarrar nada sin que se moviese en el aire peligrosamente. Su madre le pasó la mano por la cara. Dedos nudosos y ásperos. Alba cerró los ojos. Sentía un nudo raro en la garganta. Se levantó diciendo que tenía que recoger la cocina. Volvió a sentarse a la mesa y cogió el lapicero:

“Silvana vio alejarse a su amado a lomos del caballo blanco. Se sentó a orillas del lago de aguas azules y contempló extasiada las carpas rojas que lo habitaban.”

Alba se paró mordiendo el lápiz, pensativa. Luego tachó todo lo que había escrito hasta casi romper el papel. A lo lejos, el reloj de la iglesia dio doce campanadas. Alba suspiró, dejó el lápiz, abrió la puerta, salió fuera. La luna llena brillaba más que nunca en todo lo alto. La helada nocturna estaba escarchando la hierba. Alba empezó a tiritar mientras miraba la luna y una humareda le salía de la boca. Hasta que oyó un quejido.

- Madre, ¿qué te pasa?
- Ay, hija, no puedo respirar.
- Pero madre…
- Sí, tengo un dolor en el pecho…
- A ver, tranquila, madre, intenta respirar hondo…

Alba le dio unos masajes en el pecho y los brazos, sobre el camisón de franela. Cuando su madre se tranquilizó, volvió a la cocina. Miró la hoja tachada con furia. Movió el lápiz entre los dedos. Mojó la punta del lápiz con la lengua. Y no le salían las palabras.

El canto de un gallo la despertó. Se había quedado dormida sobre la mesa de la cocina. Se frotó los ojos y estiró los brazos. Las dos velas estaban consumidas del todo. Miró por la ventana el amanecer que ponía roja la nieve de las montañas. Bostezando, fue al cuarto de su madre. Se quedó quieta en la puerta. Vio que respiraba tranquila, con un ligero ronquido. Dio media vuelta, recorrió el pasillo, llegó a la puerta de la calle, quitó el cerrojo de hierro, empujó la puerta que rechinó y salió al frío de la mañana. La escarcha cubría la hierba, el vaho salía de su boca. A lo lejos se veían las montañas incendiadas. Alba deseó estar al otro lado. Escuchó un ronquido un poco más fuerte detrás de ella. Alba se puso una chaqueta de pana gruesa, pisó la escarcha y avanzó por el camino helado.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es difícil, cuando deseas vivir pero una ligadura te lo impide y no son cadenas físicas las que te atan, sino del corazón...

Alicia dijo...

Aún así, siempre hay que liberarse... y vivir.
¿qué otra cosa nos queda si no?