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viernes, 7 de noviembre de 2008

El paso del "chumino"

Era la primera vez que entraba en una cueva no acondicionada para visitas. Y la única razón era porque me gustaba el chico que llevaba el grupo de espeleología de mi facultad. Se llamaba Miguel. Y no encontré una forma mejor de llamar su atención que uniéndome al grupo. A pesar de que sentía miedo de meterme por esas profundidades. Así que sin dudarlo me apunté a la visita de la cueva, no recuerdo ni su nombre, pero creo que estaba por Guadalajara.
Al llegar nos pusimos los monos (yo uno azul que era de mi padre albañil), y los cascos con el carburo para iluminar el camino. Bajamos a la cueva por una cuerda. Éramos unas 8 personas, y yo procuraba no alejarme mucho de Miguel, y charlar de cualquier cosa. La cueva era húmeda, de arcilla, y a menudo teníamos que arrastrarnos por el suelo. Muy pronto mi mono azul se volvió rojo. Pasamos por salas enormes con estalactitas y murciélagos y laguitos en el centro. Atravesamos túneles por donde había que pasar a gatas o arrastrándonos. El guía, Santiago, que era profesor de Circuitos Electrónicos, llevaba el plano y nos iba indicando el camino. Hasta que llegamos a un pasadizo bastante especial. En el plano lo llamaban “el paso del chumino”, y pronto comprobamos por qué. Era estrecho y alargado. Más ancho en el centro y más estrecho junto al suelo y el techo. Era imposible pasar de pie, había que atravesarlo de lado, apoyándose con un brazo en la parte estrecha y procurando llevar el cuerpo por la zona ancha. La ida fue bien. Todos pasamos sin ningún problema. Pero a la vuelta…

A la vuelta yo estaba agotada. Habíamos estado unas 4 horas caminando, arrastrándonos, trepando. Fuimos entrando de nuevo por “el paso del chumino”. Mis compañeros lo hicieron sin ningún problema. Yo entré, apoyándome sobre mi brazo izquierdo, pero mi cansancio era tan grande que mi brazo no soportó mi peso y caí. Mi cuerpo quedó encajado en la zona inferior, tan estrecha. Por más que lo intentaba, no podía ni desencajarme ni alzarme hasta la zona más ancha del túnel. No podía avanzar. Me entró el pánico. Pensé que me quedaría encajada allí para siempre, bajo metros y metros de tierra arcillosa, que me moriría por inanición, que nadie podría ayudarme. Sentí una horrible claustrofobia por primera vez en mi vida.
Pero Santiago, que venía justo detrás de mí, me dijo que me tranquilizara, que ahí no me iba a quedar. Pasó arrastrándose sobre mí, y tiró de mis brazos mientras yo empujaba con mis agotadas piernas. Creo que la fuerza me vino de la cabeza y del deseo de supervivencia más que de los músculos. Poco a poco, centímetro a centímetro, fui saliendo del paso del chumino. Cuando lo conseguí y llegué a la sala de los murciélagos, me sentí como si hubiese nacido de nuevo. Fue como un parto (nunca mejor dicho). Me dolía todo el cuerpo (al día siguiente tuve agujetas en músculos que ni sabía que existían), pero me sentía feliz, viva y poderosa. De la sala de los murciélagos, seguimos avanzando hasta salir al exterior. Ya era noche cerrada, y una enorme luna llena lucía sobre una encina centenaria. Era la luna más bonita que había visto en toda mi vida. Parecía que sólo me iluminaba a mí. Allí estaba yo, con el mono rojo por completo, hambrienta, con todos los músculos doloridos, y satisfecha de mi misma. Ni siquiera presté atención a Miguel, que se iba quitando su casco y su mono. Sólo podía sentirme como recién nacida. Fuerte, libre, poderosa, mirando fijamente la luna llena y respirando el aire libre. Había vuelto a nacer en cierta forma. No volví a entrar en ninguna cueva más.


Basado en hechos reales: Fotos de la cueva.


2 comentarios:

Coro dijo...

Bueno, muy bueno, y quiero más...

Saludos

SuperWoman dijo...

Pues has tenido la suerte de vivir dos veces una experiencia inolvidable que todos terminamos por olvidar...
Un supersaludo