De niña, mi padre cultivaba tomates. Y pimientos y judías y patatas y melones y sandías y lechugas y habas y guisantes y cebollas y ajos y puerros y...
La lista es larga.
Su huerto era fértil y amplio. Sus tomates eran tan buenos que hasta los vendía a la gente de las "parcelas" cercanas (así se llamaba a los chalets que contruyeron los que venían de la gran ciudad).
Yo jugaba como niña que era entre surcos y regueros. Y a veces ayudaba a recolectar el fruto de tanta planta. Hasta intenté imitar a mi padre y crear un minihuerto, que resultó ser un desastre total.
Y mi padre siguió cultivando en su huerta toda la vida, hasta que enfermó.
Hoy mi padre ya no está. Desde hace tres años. Y el fértil huerto es una tierra plagada de ortigas y duros terrones.
Así que hoy, en su honor, he comprado semillas de tomates. Y de cebollas. Las plantaré en la poca tierra fértil que queda en la casa del pueblo, en el pequeño jardín. Y si llegan a prosperar y tienen fruto y todo, me sentiré orgullosa y digna sucesora de mi padre. Y si no, también.
Y escribiré algo, cómo no.
3 comentarios:
La vida sin los padres ¡que diferente es! cuando somos jóvenes, y nos enfadamos con ellos por cualquier cosa, ni nos imaginamos lo que les echaremos en falta cuando no estén. Gracias por tu gesto, le hago mío también.
Gracias, Ysa.
Suerte. Cuéntanos cuando brote algo, que seguro que lo hace...
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