Me duelen los pies. Las botas nuevas me hacen daño. El sol de mayo cae de pleno sobre mi cabeza y me siento pringosa y empapada en sudor. Solo me apunté a la excursión porque sabía que tú venías y quería estar cerca de ti, necesitaba estar cerca de ti. Aunque no sepas ni que existo. Vi el anuncio en el tablón de la facultad: “Excursión a la sierra de Madrid”, y a continuación de “guía” leí tu nombre, y no tuve más remedio que ir corriendo a la delegación de alumnos para apuntarme. Esa misma tarde fui a unos grandes almacenes a comprarme todo lo necesario: las botas que ahora me están matando, el chándal verde, la mochila con muchas cremalleras. Olvidé comprar una gorra para el sol.
Hacemos un alto en el camino. Nos sentamos cerca de un arroyo, buscando la sombra de los árboles, para comer algo y beber agua. Te sientas bajo una encina, junto a dos chavalas que no dejan de reír y tontear contigo. Las muy imbéciles. De vez en cuando miras sin ver hacia donde yo estoy sentada, sola, sobre una piedra con musgo. Estoy acostumbrada a resultar invisible. Me como un plátano y unas almendras, que voy pelando cuidadosamente, y bebo medio litro de agua mientras te miro de reojo. Cómo envidio a esas chicas.
La primera vez que te vi entrabas en la clase de Análisis Matemático con tu andar pausado, la carpeta bajo el brazo y riéndote de algo que te estaba contando un compañero. Te seguí con la vista hasta que te sentaste en la tercera fila, justo delante de mí. No tomé un solo apunte en toda la hora. Tu nuca me atraía como un imán. Cuando girabas la cara para decirle algo a tu compañero, podía ver tu perfil y tus ojos de refilón. Ojos grandes y oscuros. Nariz regular. Un pendiente en la oreja izquierda. Y tu espalda. Triangular y no demasiado ancha. Hombros equilibrados y fuertes. Camiseta ajustada verde oscuro con un “
Reanudamos la marcha, separándonos del arroyo para seguir por el sendero, que cada vez es más empinado y pedregoso. Admiro tu facilidad para subir la cuesta, sin ningún esfuerzo aparente, sin dejar de charlar con los que te rodean. Yo jadeo intentando no alejarme mucho de tus huellas. Cuando no aguanto el dolor de las ampollas que se abren en mis pies, y siento que ya no puedo dar ni un paso más, alzo la vista y miro tu espalda y tu nuca y tu pelo negro tan corto, y se me pasan todos los dolores.
Mientras observo tu brazo izquierdo, tan moreno, moverse con el ritmo de tu caminar, doy un mal paso y siento un dolor agudo. Suelto una exclamación de dolor, me agacho para agarrarme el tobillo y te giras y me miras por primera vez. “¿Estás bien?”, me preguntas. Respondo que sí con una mueca de dolor. “Vamos a ver. Siéntate”, me dices. Te obedezco sin rechistar y me siento a la vera del camino, sobre los helechos. Te arrodillas a mis pies, me quitas la bota llena de polvo y el calcetín y tocas con mano experta mi tobillo. Yo tiemblo y gimo, y no es de dolor. “Parece que tienes un esguince, no puedes seguir andando. Voy a llamar al coche de apoyo para que vengan a por ti”. Dejas con cuidado mi pie descalzo sobre la arena del camino. Estoy viendo tu cara de frente tan cerca por primera vez. Tus ojos castaños, tu nariz ligeramente torcida, la arruga que se te forma en la comisura de la boca, junto a un lunar, tu barbilla decidida, tu piel morena. Olvido mi tobillo hinchado mientras te observo hablar por el móvil con desenvoltura. “Enseguida vienen, no te preocupes”, dices sonriente, me saludas con un gesto y mientras te alejas con el resto del grupo, clavo la vista en tu nuca. Antes de desaparecer tras un cerro, te das la vuelta y me miras y mis ojos comienzan a escocerme.
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