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lunes, 26 de enero de 2009

Odisea rural

Apenas pude dormir aquella noche, entre los truenos y los relámpagos de la tormenta veraniega, y los nervios por la entrevista del día siguiente. Era mi primera entrevista de trabajo, recién acabada la carrera de informática, en una empresa de servicios informáticos, en pleno centro de Madrid. Muerta de sueño, di al interruptor de la lámpara de la mesilla y la luz no se encendió. «Volvieron a saltar los plomos, joer», pensé furiosa. La tercera vez en lo que iba de verano en este maldito pueblo. Con ayuda de una linterna, conseguí ducharme y desayunar un vaso de leche semidesnatada. Me vestí con mi único traje, comprado hacía dos semanas en Toledo, un traje de verano de chaqueta y pantalón color canela y blusa beige. Miré el reloj de la cocina y vi que iba a llegar tarde para coger el autobús de las siete de la mañana, el primero que salía de mi pueblo, Tocecanto del Pedernal, en dirección a la capital, así que caminé todo lo deprisa que pude por el camino medio asfaltado que separaba mi casa del pueblo, y justo antes de llegar a las primeras casas, tropecé con un pedrusco y caí al suelo de bruces con todo mi peso. Horrorizada, vi que el pantalón se había roto a la altura de la rodilla izquierda. «Bueno», pensé, «en el autobús lo remendaré con la aguja e hilo que suelo llevar en el bolso», que como dice mi madre, «mujer previsora vale por dos».

Llegué a la parada y me extrañó que no hubiera nadie, a pesar de ser lunes y faltar sólo diez minutos para que pasara el autobús. Me senté en el banco lleno de pintadas y pipas por el suelo y traté de calmarme respirando hondo. Pasaron cinco, diez, veinte y treinta minutos. A las siete y media, pasó el madrugador de Basilio, un pastor de ovejas ya jubilado, con su eterna boina y su garrota, y me anunció que hacía dos semanas que habían cambiado la parada de sitio, que ahora estaba tres calles más arriba. Así que como el autobús ya estaba perdido y bien perdido, decidí hacer autoestop, aunque no me gustaba nada de nada, pero siempre solía pasar algún conocido que iba a Toledo o a Madrid a currar, y me podrían llevar hasta el pueblo cercano, Almendral de la Cañada, por donde pasaban los autobuses con dirección a Madrid cada media hora.

Me fui hasta la salida del pueblo, junto a la iglesia, y media hora de espera después pasó un coche, conducido por Paulino, el hijo del carnicero, y me subí en él. Era una furgoneta blanca con un letrero en letras azules que decía: «Carnecería Gutiérrez», con más arañazos y abolladuras que zonas sanas. Avanzamos por la carretera llena de baches, que el alcalde se negaba a volver a asfaltar alegando la falta de presupuesto, que sin embargo aumentaba milagrosamente cuando se trataba de subir el sueldo a todo el consistorio, o cuando había que organizar las fiestas de San Antonio de Padua, patrono del pueblo, por todo lo alto. En uno de esos baches, que más bien era un socavón, la furgoneta dio un brinco y la rueda delantera derecha hizo un ruido extraño. “Joder, hemos pinchado”, dijo Paulino. Y se bajó de la furgoneta para arreglar el pinchazo, porque encima no tenía rueda de repuesto. Le dí las gracias amablemente por el corto recorrido y me encaminé por el arcén izquierdo hacia el pueblo cercano, total, me dije, sólo eran unos cinco kilómetros, aunque ya empezaba a hacer calor. Cuando por fin llegué a Almendral, unos 50 minutos después, estaba tan sucia por el polvo del arcén y tan sudorosa y con el pantalón roto además y era tan tarde, que lo único que se me ocurrió fue que no tenía que ir a aquella dichosa entrevista, porque con esas pintas sería un milagro que me cogieran. Así que llegué a la parada del autobús que iba en dirección a mi pueblo (esta vez me aseguré bien de que era esa la parada, preguntando a varias personas), y me senté a esperar, tan tranquila. Otra vez sería.


Luna de Agosto

(Y sigo...)

A menudo recuerdo aquella noche de agosto en que me invitaste a dar un paseo por el campo. Yo estaba tan nervioso y tú parecías tan tranquila. Habíamos estado en el pub del pueblo, hablando de nuestros sueños, tomando una caña tras otra, haciendo planes para irnos a Madrid, tú huyendo del pueblo que te asfixiaba y de las broncas de tus padres, yo pensando sólo en seguirte. Íbamos por el camino que lleva a la huerta del Comandante, cuando te paraste de pronto, mirando la luna llena enmarcada por dos álamos blancos. Así estuviste varios minutos que se me hicieron eternos. Te llamaba por tu nombre, pero no me oías. Entonces te volviste hacia mí y me miraste con una expresión extraña, tan serena, todas las facciones de tu cara relajadas, con una mirada como si estuvieras viéndome por dentro, sonreíste y dijiste «Así que esto es la eternidad, no está mal». No entendí nada, pero en ese momento supe que te amaba con locura. Tuve el impulso de besarte, pero sentí que te encontrabas a millones de años luz de mí, y era imposible alcanzarte. Luego te oí murmurar algo de que lo habías visto todo en un momento, como si no existieras, como si tú fueras todo y se hubiese parado el tiempo. Ni siquiera intenté comprenderte, sólo miraba tus labios moverse y tus ojos color avellana clavarse en mí y en la luna llena alternativamente.

Poco después te fuiste a Madrid a realizar tus sueños y no pude seguirte, liado con el negocio de mi padre, aquella tienda de comestibles que daba más deudas que beneficios. Por Laura, la única amiga del pueblo que conservaste, supe que al principio habías encontrado un buen trabajo en una floristería, pero que últimamente cambiabas de empleo cada pocos meses, que habías perdido casi por completo el contacto con tus padres, que andabas metida en jaleos de alcohol y drogas, y que llevabas una vida sexual desenfrenada. Cuando por fin pude irme a trabajar a Madrid, pasados un par de años, te busqué durante meses como un sabueso hasta que averigüé dónde vivías. Merodeé por tu calle muchas tardes, esperando verte. Un día te vi sentada en un banco, la cabeza apoyada en las manos, mirando el suelo fijamente. Me senté a tu lado sin decir nada. Alzaste la cabeza y me miraste con la misma expresión taladradora de aquella noche de luna, pero tenías ojeras, la cara demacrada y un rictus de amargura en la boca. Siempre en silencio, hiciste un amago de sonreír, y me diste un beso fugaz en los labios. Te levantaste despacio, como si no pudieras con el peso de tu cuerpo y te alejaste calle abajo, hasta desaparecer entre la gente.


miércoles, 21 de enero de 2009

Cuenta atrás

El tiempo se me escapa entre los dedos,
como arena.
Tengo los granos contados.
Cada vez quedan menos y fluyen más rápidos.
Se deslizan por la ladera como si los persiguiera el diablo.


Los segundos me irritan la piel a su paso.
Si pudiera detener el tiempo y arrancarme la piel a tiras...



Domestícame

(Extracto de El Principito)









-¿Quién eres tú? -preguntó el Principito-. ¡Qué bonito eres!
-Soy un zorro -dijo el zorro.
-Ven a jugar conmigo -le propuso el Principito-, ¡estoy tan triste!
-No puedo jugar contigo -dijo el zorro-, no estoy domesticado.
-¡Ah, perdón! -dijo el Principito.

Pero después de una breve reflexión, añadió:

-¿Qué significa "domesticar"?

-Tú no eres de aquí -dijo el zorro- ¿qué buscas?

-Busco a los hombres -le respondió el Principito-. ¿Qué significa "domesticar"?

-Los hombres -dijo el zorro- tienen escopetas y cazan. ¡Es muy molesto! Pero también crían gallinas. Es lo único que les interesa. ¿Tú buscas gallinas?

-No -dijo el Principito-. Busco amigos. ¿Qué significa "domesticar"? -volvió a preguntar el Principito.

-Es una cosa ya olvidada -dijo el zorro-, significa "crear vínculos... "

-¿Crear vínculos?

-Efectivamente, verás -dijo el zorro-. Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...

-Comienzo a comprender -dijo el Principito-. Hay una flor... creo que ella me ha domesticado...

-Es posible -concedió el zorro-, en la Tierra se ven todo tipo de cosas.

-¡Oh, no es en la Tierra! -exclamó el Principito.
El zorro pareció intrigado:

-¿En otro planeta?

-Sí.

-¿Hay cazadores en ese planeta?

-No.

-¡Qué interesante! ¿Y gallinas?

-No.

-Nada es perfecto -suspiró el zorro.

Y después volviendo a su idea:

-Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres son iguales; por consiguiente me aburro un poco. Si tú me domesticas, mi vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de unos pasos diferentes a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra; los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me domestiques! El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo.
El zorro se calló y miró un buen rato al Principito:

-Por favor... domestícame -le dijo.

-Bien quisiera -le respondió el Principito- pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y conocer muchas cosas.

-Sólo se conocen bien las cosas que se domestican -dijo el zorro-. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres ya no tienen amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!

-¿Qué debo hacer? -preguntó el Principito.

-Debes tener mucha paciencia -respondió el zorro-. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje es fuente de malos entendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca...
El Principito volvió al día siguiente.

-Hubiera sido mejor -dijo el zorro- que vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto, descubriré así lo que vale la felicidad. Pero si tú vienes a cualquier hora, nunca sabré cuándo preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.

-¿Qué es un rito? -inquirió el Principito.

-Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.

De esta manera el Principito domesticó al zorro. Y cuando se fue acercando el día de la partida:

-¡Ah! -dijo el zorro-, lloraré.

-Tuya es la culpa -le dijo el Principito-, yo no quería hacerte daño, pero tú has querido que te domestique...

-Ciertamente -dijo el zorro.

- ¡Y vas a llorar!, -dijo el Principito.

-¡Seguro!

-No ganas nada.

-Gano -dijo el zoro-, he ganado a causa del color del trigo.

Y luego añadió:

-Vete a ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a decirme adiós y yo te regalaré un secreto.

El Principito se fue a ver las rosas a las que dijo:

-No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.

Las rosas se sentían molestas oyendo al Principito, que continuó diciéndoles:

-Son muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá creer indudablemente que mi rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres que se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.

Y volvió con el zorro.

-Adiós -le dijo.

-Adiós -dijo el zorro-. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple. Consiste en que sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.

-Lo esencial es invisible para los ojos -repitió el Principito para acordarse.

-Lo que hace más importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella.

-Es el tiempo que yo he perdido con ella... -repitió el Principito para recordarlo.

-Los hombres han olvidado esta verdad -dijo el zorro-, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu rosa...

-Yo soy responsable de mi rosa... -repitió el Principito a fin de recordarlo.

No entiendo nada

De niña siempre tenía la sensación (desagradable sensación) de que todo el mundo sabía algo que yo ignoraba. Incluso los demás niños. Hacían deducciones que yo me veía incapaz de entender. Tramaban oscuras tretas para beneficiarse, y salían airosos de situaciones que a mí me parecían incomprensibles e injustas. ¿Dónde habían aprendido todo aquello? ¿quién se lo había enseñado?

Han pasado los años, muuuuchos años, y sigo con la misma desagradable sensación. Me siento perdida de nuevo en mi país de las maravillas que no tiene mucho de maravilloso. Intentando entender lo incomprensible. Intentando encontrar la lógica a las situaciones que me rodean. Intentando entender a las personas que voy conociendo. Y una y otra vez, fracaso estrepitosamente.

Mi ignorancia e ingenuidad me acompañarán hasta los restos, me temo.

lunes, 19 de enero de 2009

Inundación

Salgo de tu coche, cierro la puerta con cuidado. Cruzo la calle desierta. Saco las llaves del bolso, abro el portal, las luces se encienden mágicamente, subo los cinco escalones, abro la puerta de mi casa con un ligero temblor de manos. Mi gato sale a recibirme y no le hago ni caso. Dejo las llaves en un cestillo, dejo el bolso colgado, me quito el abrigo. Siento frío.
(sigue...)

Enciendo la calefacción, enciendo la tele, enciendo la radio, cuanto más ruido mejor, para no estar a solas con mis pensamientos. Me quito los zapatos, me quito el jersey de pico, me quito los pantalones marrones, me pongo la bata de pirineo, me quito el maquillaje cuidadosamente frente al espejo. Me siento delante del televisor, en mi sofá verde. Los ojos fijos. Las manos quietas. No oigo lo que dicen. El gato se restriega contra mi pierna. Enciendo el portátil. Miro la pantalla. Sigo sin ver nada. Nada de lo que veo me interesa.

Estoy paralizada. Espesas capas de hielo y escarcha me rodean. Agujas de hielo se clavan en mis ojos. Cuando se derriten, los ríos comienzan a manar. Incontenibles. Mis manos se mojan, mi bata se empapa, y va escurriendo sobre el sofá, y cae al suelo, y nace un charco, que va creciendo, y se extiende por toda la casa. Cuando veo pasar flotando el cubo de la basura y al gato sobre su cesta, maullando lastimero, navegando por en medio del salón, decido que ya es hora de llamar a los bomberos.

domingo, 18 de enero de 2009

Fuera hace frío. Se empañan los cristales.
Todo está parado, congelado.
El tiempo detenido.
Silencio.
Sólo el latir de mis venas.
El gemir de mis pensamientos.

Me escuecen los ojos.
Llenos de arena.





sábado, 17 de enero de 2009

Historia cronópica















Soy despistada por norma general, pero el 7 de enero de 2009, mi despiste llegó a cotas mayúsculas y quedará inscrito en los anales de la humanidad como el día del “despiste supremo de Alice”.

Salí tarde y medio mareada del trabajo, ya que estar mirando fijamente una pantalla de ordenador durante más de 8 horas, sin otra compañía que la foto de mi gato, puede trastornar al más pintado. Este mareo puede explicar muchas de las cosas que sucedieron después.


El caso es que salí de la oficina y me dirigí a recoger un precioso ultraportátil que me había autorregalado, porque me había dado la gana (ya que los reyes magos, en vista de que no creo en ellos, me habían dejado a dos velas, y ya se sabe que los mejores regalos son los que uno mismo se regala). Llegué a la tienda (no diré el nombre para no hacer publicidad), sita en una calle cercana a la Gran Vía, esperé una larga cola, recogí mi portátil, y cargué con la bolsa. Menos mal que era ultraportátil, que si no… Hasta aquí todo bien.

Lo malo llegó cuando salí a la calle y me puse a pensar en qué medio de transporte coger para ir a mi casa. No sé por qué no quería entrar en el metro (“Madrid vuela”), y de repente sentí una especie de rara claustrofobia al imaginarme bajando y subiendo escaleras (con la bolsa a cuestas rozando los suelos) y metiéndome en un vagón que a saber a dónde me llevaba. Así que decidí ir en autobús, cruzando la Castellana, viendo las luces de la ciudad, ya disminuidas porque habían quitado (por fin) las luces navideñas y los horrorosos árboles de Navidad que habían instalado casi dos meses antes.

El autobús 27 que va de Embajadores a Plaza de Castilla me venía genial, siempre que después cogiera otro autobús en la susodicha plaza (el 42 o el 49), con dirección a mi barrio. Pero me entró la manía de que no quería bajar hasta Cibeles y cruzar el Paseo de Recoletos, que mejor cruzaba la calle Gran Vía, y luego la calle Alcalá, y llegaba hasta una parada que hay… en la calle Alcalá. “Pero Alice”, me digo ahora, “acabas de decir que el 27 sale de Embajadores, luego ¡no puede pasar por la calle Alcalá! Lo normal y lógico sería que pasara por el Paseo del Prado”. Pues bien, en ese momento especialmente poco lúcido que estaba sufriendo, dicha casuística ni se me ocurrió. Así que me planté en la parada, me puse a mirar los carteles de los buses que por allí recalaban, y ví: 5, 9, 15, 20, 51, 52, 53, 150… “Estooo –pensé-, no está el 27, qué raro. Bueno, no importa, me dije, cojo otro” (ya había caído en la cuenta de que me había equivocado de parada y de calle y me sentía un poco tonta), y me puse a estudiar los recorridos de cada autobús para ver cuál cogía, ya que no me apetecía mucho caminar los escasos 50 metros que me separaban de la parada buena, la del 27, un autobús kilométrico, de esos de tipo oruga con un fuelle en el centro, que suele pasar cada dos minutos.

Pues ahí me encontraba, a unos dos grados (o menos) de temperatura, con la bolsa enorme del portátil a mis pies, viendo pasar un autobús tras otro, y el mío, el número 5, que había descubierto que iba en dirección a Chamartín y pasaba por Plaza Castilla, era el que más me convenía, curiosamente no llegaba. ¿Por qué será que el autobús (y cualquier otra cosa esperada) que se espera es el último en llegar? Así que me puse a esperar, y esperar, y esperar, y mientras mi cara se iba congelando.

Por fin pasa el autobús 5, ya era hora. Subo, pico el billete, y cuando me arrellano en un asiento de esos que están solos, que no tienen a nadie al lado, para poner bien la bolsa con el portátil, caigo en la cuenta (a buenas horas, mangas verdes), de que el 5 da una vuelta kilométrica hasta llegar a plaza castilla, que tiene unas mil paradas, pero bueno, ya no había remedio, así que tendría que seguir allí.

Se dio la circunstancia de que eran las siete de la tarde, y a todo el mundo se le había ocurrido la genial idea de salir de trabajar, con lo que las calles por las que circulaba mi autobús iban saturadas de coches, (General Martínez Campos, General Moscardó, General Varela, General Yagüe…, qué manía con tanto general, aunque por otro lado muy adecuado a mi trabajo actual, en el Cuartel General de Tierra). Después de más de media hora, durante la que me entretuve leyendo el manual de mi maravilloso ultraportátil, me cansé de ir en el mismo bus todo el tiempo, y cuando iba por el último general anteriormente citado, vi en el letrerito que indica la próxima parada en el interior del bus, que era una parada común con el 126. “Ah, perfecto”, pensé, "mejor que llegar hasta Plaza Castilla, me bajo aquí mismo, cojo el 126 y llego al ladito de mi casa".

Así que toda contenta me bajo, en medio de la calle atascada, corriendo me subo al 126 que casualmente estaba parado en la parada delante del 5. Y me acomodo en un asiento individual, tan a gusto. Me bastaron dos paradas para darme cuenta de que iba ¡¡¡en sentido contrario!!!, aggghhh. Volvía hacía Nuevos Ministerios, en vez de ir hacia el Barrio del Pilar. Casi me da algo. En cuanto pude, me bajé, indignadísima conmigo misma, llamándome todos los insultos que sabía. Y me puse a esperar en la parada, con toda mi santa paciencia y la bolsaza con el dichoso portátil a mis pies. "Bien", pensé, "sólo tengo que coger el 126 en la dirección correcta, o bien el 147, el que pase primero, que me dejarán al ladito de casa".

Pasados unos cuantos helados minutos (mi aliento de vapor y mi cara helada delataban que la temperatura ya debía andar por los cero grados), pasó el 147. Me subo, junto con unas cien personas, y consigo colocarme en el pasillo, sin molestar demasiado, poniendo la bolsita de los coj… en una zona segura. En paradas sucesivas, la gente no tuvo mejor cosa que hacer que subirse a “mi” autobús. Con los consiguientes empujones y apreturas sumamente desagradables. Para más INRI, el bus olía sospechosamente a orines, cosa que me hizo sospechar que era un bus normalmente dedicado al servicio nocturno, ya que el autobusero estaba protegido con una mampara y todo. Así que aguanté durante casi media hora larga, muy larga, el recorrido en el 147 con empujones, mi cansancio de todo el día encima y el mal olor.

Cuando llegué a mi barrio, una hora y media después de salir de la tienda, y pisé la acera, casi me dieron ganas de besar el suelo, como el mismísimo Papa. Y cuando me ví en mi casita, encendí la calefacción, me descalcé y me puse las zapatillas de pirineo, creí que estaba en el paraíso. Y me sentí sumamente estúpida por la odisea pasada, habiendo podido llegar en unos escasos 40 minutos con sólo coger el metro. Pero hubiese sido demasiado fácil y sin emoción.

Lo que pasó al encender el portátil e intentar conectarme a Internet lo relataré en otra historia cronópica.


Sobre historias de cronopios...


Sobre el inspirador de las historias de cronopios...


miércoles, 14 de enero de 2009

,...
No oigo nada.
...
El viento sopla demasiado fuerte en mis oídos.
...
No veo nada, los ojos cerrados, concentrada en lo que oigo, en lo que siento.
...
El mar ruge a mis pies.
...
La tormenta truena sobre mi cabeza.
...
Y amenza con arrastrarme.
...

Todo es posible en este día agitado.
...
Las rocas murmuran bajo mis pies.

Aún no sabes que te estoy esperando...




martes, 13 de enero de 2009

Estoy sola y hace frío.

Sentí que todo temblaba, me entró vértigo.

Noté que caía, durante mucho tiempo.




Sin tener donde agarrarme, giré en el aire.

Aterricé en un lecho blando y helado.

Y ahora espero...

Y espero...

Que la nieve se derrita.

sábado, 10 de enero de 2009

Nieve y más nieve...

No son los pirineos, sino un parque de Madrid

En un parque madrileño...
Sin palabras.







Picanto bajo cero

La primera vez que mi Picantito prueba el frío y suave contacto de la nieve (cuidadosamente apartada por el controlador del S.E.R. para ver si tenía la tarjeta de residente oportuna, y de paso me estropeó la foto, brrrr)


viernes, 9 de enero de 2009

La diosa nevada

Este no es mi Madrid, que me lo han cambiado. En los casi diez años que llevo viviendo en esta terrible y magnífica ciudad, no había visto una nevada semejante. Y además por sorpresa. Siete centímetros de nieve (ni cinco ni diez, siete).
Esta mañana, cruzando la ciudad en autobús, tenía la sensación de encontrarme en una ciudad extranjera. Qué capacidad más curiosa tiene la nieve de transformar todo lo que toca. De volverlo mágico e irreal.
Todo lo visible estaba cubierto por una capa de nieve: aceras, bancos, coches, ramas, arbustos, estatuas, fuentes, niños, barandillas, balcones, perros, marquesinas, postes...

Y la caída blanda y a cámara lenta de los copos volvió a sorprenderme como si fuera la primera vez. Y a darme una extraña paz. Qué pena que la nieve sea tan efímera...

Tuso ronca

Acabo de descubrirlo. Ha sido muy duro. Convives durante cinco años con tu gato y un mal día descubres que ronca.
No sé si podré recuperarme alguna vez del golpe recibido

(quizá cuando acabe de reírme a carcajadas).

martes, 6 de enero de 2009

Los Reyes Magos no existen

Ya está. Lo he dicho. Niños del mundo, sabed que los Reyes Magos no existen, son los padres, los tíos, los abuelos y demás familiares...

Una vez destrozado un mito (y qué a gusto me he quedado), paso a contaros mi día de hoy. Hace unas semanas compré por internet una película que hace años me encantó (y no sólo porque el protagonista fuera George Clooney): Tres Reyes.

Ayer por la tarde, un cartero llamó a mi puerta (por dos veces, qué curioso), para sorprenderme con un paquete con el dvd de la película y un cómic (también de ebay, pero no diré de qué tipo era, eso me lo reservo...).
Hoy decidí ver mi auto-regalo inesperado. Y me ha gustado tanto como la primera vez: no son reyes magos, sino tres militares norteamericanos (dos blancos y uno negro), que buscan su propio beneficio durante la Guerra del Golfo (por obra y gracia del gran hermano Bush) y acaban salvando a un grupo de gente inocente y sin un mísero lingote de oro en el bolsillo.
Si no la habéis visto, os la recomiendo.

Pero mi verdadero regalo de reyes fue este. Muchas gracias, Berna, amiga.





lunes, 5 de enero de 2009

Vacío y agua


Cuando David salio por la puerta, Sandra se sintió vacía una vez más. Desnuda bajo la bata de raso, agotada, excitada, contradictoria y vacía: “…gitana que tú serás, como la falsa moneda, que de mano en mano va y ninguna se la queda…”. En su cabeza sonaba una y otra vez la dichosa canción.

Sandra aún sentía en la boca su sabor, después de un par de horas de ejercicio intenso en la cama. El mejor ejercicio que Sandra conocía. Era algo que no podía contar a sus amigas, ni por supuesto a su madre. Algo que la hacía sentirse segura, satisfecha… y vacía. Sintió una desazón en el centro del pecho que le subía hacia la garganta. Lo cortó a tiempo antes de que saliera. Agarró el abrigo negro, largo hasta los pies, que estaba colgado en la percha de la entrada, se lo puso encima de la bata, y salió a los tres grados centígrados de la calle sobre sus zapatos de tacón alto. Ya eran las once de la noche, pero sabía que la tienda de los chinos aún estaría abierta.

Entró en la tienda abarrotada de estanterías llenas de todo lo que Sandra podría necesitar. Detrás del mostrador estaba el dueño del establecimiento, un chino alto y atractivo, de sonrisa fácil. Le saludó sonriente y cruzó la tienda con seguridad hasta la nevera con puerta de cristal. Sandra cogió dos botellas de cerveza de un litro y las dejó en el mostrador. El chino estaba hablando por teléfono. Sandra deseó saber el idioma oriental para entender esa conversación que parecía tan interesante y animada. Sin dejar de hablar con su compatriota, el chino le dio el cambio (“cualenta céntimos”) y las gracias mirándole a los ojos. En el fondo de la tienda, la mujer del chino daba una papilla a su bebé.

Sandra salió de la tienda sintiéndose mal sin saber por qué. Algo le apretaba la garganta y no le dejaba respirar. Por la calle pasaron dos coches y un par de transeúntes abrigados hasta las cejas se cruzaron con ella por la acera. Subió corriendo a su piso, tan cálido por la calefacción. Sintió la cerveza tan fría recorriendo su garganta. Enfriando el calor insatisfecho que sentía entre las piernas. Sentada en el sofá verde, escuchando la tele sin saber qué decían (no era capaz de soportar el silencio y encendía la radio o la televisión en cuanto entraba en su casa), rellenó el vaso una vez más. Sandra intentó concentrarse en el color dorado y la espuma blanca de su vaso para no pensar. El sabor amargo que llenaba su boca le curaba de sus propias amarguras.

Recordó la conversación con David:
—¿Sales esta noche?
—No creo.
—Pero mujer, llama a tus amigos y sal.
—No tengo amigos. Los que tenía están muy ocupados con su propia vida.
—Ay, me estás deprimiendo. Bueno, me tengo que ir, he quedado para cenar con la peña.

Sandra guardó silencio. Le acompañó hasta la puerta y le dio un beso en los labios. Quizá el último.
—Sé buena —le dijo él a modo de despedida—, y sal por ahí...

Sandra sonrió de medio lado. “Sé malo…”, pensó.

Volvió a rellenarse el vaso de cerveza, ya se había acabado la primera botella. La televisión seguía echando imágenes sin sentido. Recordó que en el fregadero se amontonaban los platos sucios y las botellas vacías en un rincón de la cocina. En el dormitorio la ropa se apilaba en las sillas y los condones usados en el cesto de la basura.

Se levantó de un salto. Se desnudó, entró en el baño, abrió la ducha, y cuando el agua salía caliente, casi hirviendo, se metió dentro, cerró la mampara, y se dejó escaldar. Mientras el agua caía sobre ella, rompió a llorar, las manos apoyadas en la pared. Lloró a gritos bajo la ducha. Las lágrimas mezcladas con el agua. Sin pensar en nada, sin saber por qué lloraba. Solo necesitaba llorar. Su piel estaba colorada cuando sus lágrimas acabaron. Se puso el albornoz y se sentó en el sofá mirando la televisión sin ver nada. Sin sentir nada.


Qué envidia

A mis gatos les basta una maceta con hierba cogida en el parque para ser felices. Y un comedero lleno de pienso hasta los topes para no darse con los bigotes en el borde (que es muy desagradable), y un bebedero lleno de agua fresca (si el agua está en el lavabo, mejor que mejor), y una almohada blandita donde hacerse un ovillo, y una urraca en el árbol que hay junto a mi ventana a la que mirar. O un gorrión en su defecto. Y unas cuantas caricias mías (si son en la tripa, mejor que mejor).

Se conforman con poco, y eso que dicen que los gatos son exigentes.
Insisto: quiero ser gato de piso en mi próxima reencarnación.















Cierro los ojos, y te imagino.
Te imagino a mi lado.
Cierro los ojos, y te siento.
Siento tus labios.
Cierro los ojos, y me mareo.
Entre tus brazos.



Empezando...
















Camino despacio hacia el precipicio.
Me siento en el borde con cuidado.
Balanceo las piernas sobre el abismo.
El vértigo me llena, sin poder evitarlo.
Algo acaba en este preciso momento,
y algo empieza de nuevo.

viernes, 2 de enero de 2009

Amanecer


Alba cogió la sopa de ajo con un cacillo y llenó la cazuela de barro. Se sentó en la mesa de la cocina con la cuchara de madera en una mano. Sopló para no quemarse la boca. Cuando se enfrió un poco, se tomó la sopa deprisa, como si alguien fuera a quitársela. No había acabado aún cuando oyó un gemido.

Se levantó corriendo y fue al cuarto de su madre. A la luz de la vela, la vio tendida en la cama, mirando hacia la puerta con los ojos muy abiertos.

— ¿Qué te pasa, madre?
— Nada, hija, nada…
— Te estabas quejando…
— Estoy bien, no te preocupes. Sigue cenando.

Alba volvió a la cocina para terminar su sopa. Luego fregó la cazuela y la cuchara en el barreño y lo puso a secar. Se sentó junto a la mesa de la cocina, abrió un cajón y sacó un cuaderno y un lápiz. Encendió otra vela, mojó la punta del lápiz con la lengua y empezó a escribir:

“Silvana suspiró mirando a su amado que se alejaba a lomos de un caballo blanco. No sabía si volvería a verle.”

Mordió el extremo del lápiz mientras miraba la vela. Otro gemido le sacó de sus pensamientos.

—Madre, ¿estás bien?
—Ay, hija, no me puedo dormir, siéntate un poco a mi lado.

Alba se sentó en el borde del colchón de lana, observando a su madre. Miró sus cabellos grises, sus arrugas alrededor de la boca, el temblor de sus manos. A su madre le temblaban las manos como si sufriese un terremoto constante. No podía agarrar nada sin que se moviese en el aire peligrosamente. Su madre le pasó la mano por la cara. Dedos nudosos y ásperos. Alba cerró los ojos. Sentía un nudo raro en la garganta. Se levantó diciendo que tenía que recoger la cocina. Volvió a sentarse a la mesa y cogió el lapicero:

“Silvana vio alejarse a su amado a lomos del caballo blanco. Se sentó a orillas del lago de aguas azules y contempló extasiada las carpas rojas que lo habitaban.”

Alba se paró mordiendo el lápiz, pensativa. Luego tachó todo lo que había escrito hasta casi romper el papel. A lo lejos, el reloj de la iglesia dio doce campanadas. Alba suspiró, dejó el lápiz, abrió la puerta, salió fuera. La luna llena brillaba más que nunca en todo lo alto. La helada nocturna estaba escarchando la hierba. Alba empezó a tiritar mientras miraba la luna y una humareda le salía de la boca. Hasta que oyó un quejido.

- Madre, ¿qué te pasa?
- Ay, hija, no puedo respirar.
- Pero madre…
- Sí, tengo un dolor en el pecho…
- A ver, tranquila, madre, intenta respirar hondo…

Alba le dio unos masajes en el pecho y los brazos, sobre el camisón de franela. Cuando su madre se tranquilizó, volvió a la cocina. Miró la hoja tachada con furia. Movió el lápiz entre los dedos. Mojó la punta del lápiz con la lengua. Y no le salían las palabras.

El canto de un gallo la despertó. Se había quedado dormida sobre la mesa de la cocina. Se frotó los ojos y estiró los brazos. Las dos velas estaban consumidas del todo. Miró por la ventana el amanecer que ponía roja la nieve de las montañas. Bostezando, fue al cuarto de su madre. Se quedó quieta en la puerta. Vio que respiraba tranquila, con un ligero ronquido. Dio media vuelta, recorrió el pasillo, llegó a la puerta de la calle, quitó el cerrojo de hierro, empujó la puerta que rechinó y salió al frío de la mañana. La escarcha cubría la hierba, el vaho salía de su boca. A lo lejos se veían las montañas incendiadas. Alba deseó estar al otro lado. Escuchó un ronquido un poco más fuerte detrás de ella. Alba se puso una chaqueta de pana gruesa, pisó la escarcha y avanzó por el camino helado.